Ayer por la tarde di a conocer los cuencos tibetanos a dos personas. Desde un principio tenían el objetivo de elegir cuencos para comprarlos. Fueron dos horas de selección pero terminé con un agradable sabor de boca, por el interés que demostraron y el cariño que sentían por los cuencos.
Para mi fue una gran experiencia a nivel sonoro, a nivel de escucha. Me recordé de la elección de mi primer cuenco y lo difícil que fue.
Esto me hizo pensar sobre el proceso de escucha y en su evolución hasta que alcanza una perfección que nos permite estar en contacto con nosotros mismos.
Todo este ruido exterior e interior nos impide de prestar atención a lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, y sin darnos cuenta, muchas veces no dejamos arrastrar para un mundo de ilusión donde creemos que estaremos más a salvo. Nos adaptamos a los momentos, a las personas y a todo el ruido acústico y visual ajeno. En esta adaptación sin fin, aumentamos la distancia con nuestro ser, nuestro ritmo y sonido interno, abriendo la puerta de la castración de nuestra esencia, de nuestra evolución como personas, de nuestro crecimiento, y nos equivocamos al creer que esta adaptación el la única que nos permite ser felices y queridos por los demás.
¿Cuantas veces hemos conseguido alcanzar este estado?
Sentados en un bosque virgen, admirando los colores del cielo y el movimiento suave de las nubes, gozando el vuelo de un águila, o con los ojos cerrados escuchando nuestro interior.
El contacto con el sonido de los cuencos tibetanos, nos permite estar en el presente, sintiendo plenamente, esquivando todas las distracciones que ocurren a cada segundo. Esta es la belleza de este instrumento, la belleza que solo con una escucha interesada y atenta es posible de percibir en todas sus dimensiones.
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